«La historia de la literatura aumenta su grosor cada seis meses», Roberto Cotroneo

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Hay que

Los libros obligatorios

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Del colegio tengo varias anécdotas literarias que no solo demostraban el pavo  desmedido propio de la edad que tenía, también dejaban entrever que lo mío en la vida iba a ser quedarme con los detalles más absurdos y que en este menester, afortunadamente, no estaba sola. Siempre había y habría alguien a quien le hiciesen gracia las mismas chorradas.

Recitar poniendo acento de la América profunda las conversaciones soñadoras entre Lennie y George (De Ratones y hombres) sobre vivir «offa the fatta the lan», «an have rabbits». Ver en el examen una pregunta sobre Larra y querer responder solo con un dato, que se pegó un tiro en la sien, al ser lo único memorizado porque lo hizo el día de mi cumpleaños. Consultar por decimoctava vez por qué cuento íbamos del El Conde Lucanor como excusa para pronunciar el título como Lukeinor al estilo Star Wars generando el desconcierto de toda la clase… Y yo que pensé que todas estas tonterías no me habían servido de nada, me veo esta semana releyendo a Lukeinor para dar con un aprendizaje sobre las metas compartidas y ese agujero negro que se crea cuando alguien dice: «hay que».

En el cuento XXXI, el conde le pregunta a su consejero Patronio, sobre una cosa muy provechosa y de mucha honra que quiere hacer con un amigo pero que aunque podría hacerla ya, no se atreve hasta que él venga. Patronio decide contarle la discusión entre los canónigos y los frailes franciscanos en París sobre quién debería tocar las horas alegando los primeros que debían ser ellos por ser cabeza de la Iglesia y los segundos sostener que ellos tenían que estudiar muy pronto por la mañana y que por tanto no querían tener que esperar a nadie.

Tras mucho tiempo de conflicto, llevado el asunto a Roma, el Papa mandó a un Cardenal que fallara el pleito inmediatamente. Personadas las partes, el Cardenal mandó destruir el sumario y tras indicar que se había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a quién debía hacerlo (en vez de hacerse) sentenció que tocase las horas quien se despertase antes.

«Y vos, señor conde Lucanor, si la cosa es conveniente para ambos, y vos solo la podéis hacer, os aconsejo que la hagáis sin demora, pues muchas veces se pierden las buenas empresas por aplazarlas y después, cuando querríamos hacerlas, ya no es posible».

«Hay que», «deberíamos»… Son muchas las veces que esta manera imperativa se escucha en las reuniones al hablar de una tarea. Actividades y deberes que, por la manera de formularlos, parecen importantes pero que navegan cuál barco en el triángulo de las Bermudas. ¿Pero cómo es posible? ¿Si todo lo que va detrás de un «hay que» más que una sugerencia parece una orden, por qué tiende a acabar en tierra de nadie?

Y de la manera más tonta, fiel a mi estilo, di con la respuesta. ¿Por qué aún tenía los libros obligatorios del colegio en mi biblioteca si no los había elegido, ocupaban espacio y seguramente no los releería? ¿Por qué no los había regalado? ¿Por qué no los había dejado en casa de mis padres? ¿Me había movido la nostalgia? ¿Habían sido el cariño y la risa de aquellas anécdotas? No. El empuje venía por otro lado.

Y es que en las primeras páginas de estos libros pasaba algo tan simple como que ponía mi nombre; a veces en colorines o solo el apellido pero dándole un sentido de pertenencia y lo propio se cuida. Como con la casa, la ropa, el coche, los hijos, asumí de forma inconsciente mi responsabilidad con ellos. «Había que hacerlo» pero como era mío, lo hacía sin pensarlo.

En la empresa, este «ownership» es normalmente propio del equipo de IT pero se puede aplicar a todos los departamentos. Va de tener o dar cuál Cardenal autonomía sobre un área de trabajo en concreto (un servicio, una línea, un producto…) generando así un sentimiento de propiedad que evita el «esto no va conmigo». Va de convertir cada desafío común en una misión personal dando voluntad a las personas que se ponen a los mandos, haciéndolos dueños y con ello potenciando su compromiso, responsabilidad y motivación.

Ayer fui a una charla de Luis Monge Malo en el que decía que la libertad daba miedo. Y tenía razón porque está muy ligada a la propiedad que bien dada o sentida hace que los trabajadores se sientan dueños de su proyecto y, por tanto, imparables. De pronto, pasas a la acción, a ejecutar, a tomarte muy en serio los consejos de Patronio: «Si algo muy provechoso tú puedes hacer no dejes que con el tiempo se te pueda perder».

Hay que tenerlo en cuenta.