«Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos», Francis Bacon

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Libros sobre librerías

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Cuenta Claude Roy en El amante de las librerías cómo durante la ocupación de París, Emmanuel d´Astier, miembro destacado de la resistencia y desembarcado de Londres, se jugaba el pescuezo entrando en la librería de M. Flandre. Siendo emisario clandestino, se arriesgaba a ser reconocido por cualquiera y no porque tuviera que dar o recibir un mensaje secreto sino porque no podía resistirse a un cebo igual: unos estantes de libros. «Es una bella locura.. », concluía Roy al contar tal imprudencia. Le entendía. Y nosotros también.

Como bien nos cuenta Roy en el delicioso texto El amante de la librerías (José J. de Olañeta, 2015), para el aficionado a las librerías resistirse a entrar en una es muy difícil, ya que allí se dan conversaciones entre los vendedores y clientes, con las novedades y los libros de fondo que luego «aceptan citas conmigo a horas imposibles, que me dicen «llévanos contigo, seremos felices juntos», que son «más unos amigos que unos servidores o unos maestros, que «son personas, o no son nada».

Esta afirmación también la sostiene Manuel Rivas, quien en una entrevista alegó que nunca tuvo miedo de entrar en las librerías. «Si vamos es porque hay gente con la que nos gusta estar, no solo por los libros, aunque los libros también son gente».

Esta idea se sostiene durante toda la novela El último día de Terranova (Alfaguara, 2015), que dedicó, como no podía ser de otra manera, a libreros y libreras, quienes seguramente han pasado por alguno momento difícil que les lleva a plantearse si el negocio vale la pena. Lo vale. Cuando uno lo acaba, se da cuenta a través de las historias de Garúa y de Vicenzo (en Argentina y en Galicia, respectivamente) de la tristeza que surge cuando estos locales cierran y los buenos recuerdos y las grandes historias que allí se produjeron. Los libros prohibidos, el poder curador de los libros, los libros leídos y los no leídos. Las personas detrás de los libros.

«Eliseo comenta entusiasmado: ¡En Buenos Aires todo el mundo lee! Es increíble. En los parques, en los cafés, en los colectivos. Hasta los malevos leen, y los cirujas, desde luego. Me crucé con uno que llevaba en la carretilla una especie de biblioteca portátil.

¿Son para revender?, pregunté.

Son para leer, señor, dijo él».

Como los personajes de Rivas, Felipe Ossa es Un librero de la A a la Z. Por algo, Planeta lo eligió como título de su homenaje en forma de libro publicado en 2013.

Felipe Ossa es el gerente de la librería Nacional de Colombia,la más antigua del país. Hoy cuenta con más de 30 sucursales repartidas por todo el territorio: Barranquilla, Bogotá, Cali, Cartagena, Medellín y Pereira, y tiene la suerte de seguir contando con Felipe Ossa, que lleva más de 50 años en el oficio. Una tarde de 1963, en una de sus habituales visitas a la librería Nacional de Cali, Ossa leyó un anuncio en el que solicitaban personal para una nueva sucursal. Su padre había perdido su fortuna y, con 18 años, sabía que debía encontrar trabajo pronto y qué mejor sitio que en una librería. Él que aparte de leer no había hecho otra cosa en la vida. Tras un duro examen, fue contratado como ayudante de bodega para siete meses después ser ascendido al área comercial. Allí comenzaba una prometedora carrera, la de un hombre «que lee un promedio de setenta libros al año» y cuya casa «no tiene biblioteca, la biblioteca tiene casa».

El libro está repleto de testimonios de familiares y anécdotas pero también habla de la innovación que implicó  abrir la primera librería en un centro comercial en Bogotá y de la influencia de acercar a los lectores a los escritores más famosos y a más de 500 novedades mensuales y 250 editoriales de todo el mundo. Porque si hay algo que tiene que hacer un buen librero es encontrar lo que se busca y lo que se está buscando.

Como hace Frank Doel con Helene Hanff, los protagonistas de la entrañable y repleta de sentido del humor correspondencia de 84, Charing Cross Road (Anagrama, 2002). En octubre de 1949, una joven escritora envía una carta desde Nueva York a la londinense librería Marks & Co., en busca de libros «imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares». Sin ser conscientes de ello, este pedido era el comienzo de una relación que se alargaría veinte años a través de cartas y libros, acortando las distancias.

«Ellery me ha subido a 250 dólares por guión; si la cosa se mantiene hasta junio, podré ir a Inglaterra y explorar yo misma mi librería. Si me veo con valor para hacerlo, claro. Vengo escribiéndoles cartas de lo más descaradas desde la seguridad que me dan los 5.000 kilómetros que hay por medio. Probablemente entraré un día en esa tienda y saldré de ella al cabo de un rato sin decirles quién soy».

A nosotros, para entrar, siempre nos quedarán los libros.